Un hombre amaestrado.
La versión en hombre de una historia similar, “Una mujer amaestrada”, a la del escritor Juan José Arreola…
Aburrida e inquieta me dirigí a Chapultepec, única salida que encontré para salir de la rutina, además, justo ese día se presentaría una obra musical.
Como llegué temprano caminé por el bosque; sin rumbo andado me detuve para comprar unos apetitosos chicharrones, deliciosos por cierto, para saborearlos me senté en una banquita del lugar. En eso estaba cuando los vi: ella era alta, de cuerpo regular, morena y de cabellos tan negros que hacían juego con su color de ojos; él, chaparro, tez blanca, y tan delgado que parecía sin fuerzas. Sin duda alguna una pareja, sino rara, muy opuesta físicamente.
Impresionada me puse a observarlos, definitivamente mis chicharrones pasaron a segundo término. Al observarlos me di cuenta de algo, que ella no lo amaba. La mujer lo trataba con desprecio, cuando le enseñaba algo y él no le prestaba atención, le proporcionaba una serie de cachetadas como reprimenda y lo apartaba bruscamente de su lado. Ella no le atendía, se burlaba y obligaba al muchacho a arrodillársele y pedirle perdón por ser un estúpido ¡No podía creerlo!
Quienes transitaban cerca no notaban nada, seguro pensaban que se trataba de cualquier pareja jugando. Mi caso hubiera sido el mismo, en cambio, estaba allí, mirándolos, convirtiendo su imagen en una parte de mi vida. Sufrí, tuve lástima y compasión, cómo era posible que en lugar de ser su novio fuera su esclavo.
Durante el tiempo en que permanecí viéndolos nunca aparté mi vista de cada uno de sus movimientos: cuando le limpiaba los zapatos, le cepillaba el cabello, le buscaba sus cosméticos y le compraba lo que a la dama le apetecía. Entre más los veía, más me enfurecía. Quise acercarme, gritarle al chavo, hacerle ver su error. No pude. Una voz interior me dijo: “¡No te metas!, ese asunto no es tuyo”.
Fue mi demasiada obviedad lo que hizo darme cuenta de que alguien más los veía, otra persona los observaba, no sólo a ellos, también a mí. Nerviosa y ruborizada por mi acción fijé mi vista en otros lados y luego me levanté. Dispuesta a abandonar esa escena, guardada en mi memoria, un muchacho me detuvo el paso al colocarse frente a mí y decir: “Yo también fui ese hombre amaestrado”…
Escrito por: Lyz Reséndiz.